



El 11 de agosto no fue un día más para el Barrio Solidaridad. Una vez más, la violencia se cobró una vida joven, dejando una cicatriz profunda y dolorosa en el corazón de la comunidad. El asesinato de Benjamín Mamaní, un adolescente apuñalado en un enfrentamiento que los vecinos describen como una “crónica de una muerte anunciada”, es el trágico resultado de un problema que ha sido ignorado por demasiado tiempo.
Los disturbios que siguieron al crimen, el clamor de los vecinos, las gomas quemadas, los cortes de calles, no son solo actos de ira. Son un grito desesperado, una señal de que el tejido social se está desmoronando. Son la voz de una comunidad que ha denunciado la inacción y la falta de seguridad una y otra vez, y que ahora se enfrenta a las consecuencias más devastadoras. “Llamábamos al 911 y no venían. Ahora que mataron a un chico, recién aparece toda la policía”, expresó una vecina, reflejando el sentimiento de abandono y frustración generalizado.
Esta tragedia nos obliga a mirar más allá del acto criminal individual. Nos confronta con la realidad de los problemas de fondo: la territorialidad entre grupos de jóvenes, la falta de espacios de contención, la presencia del narcotráfico y la percepción de que la violencia es el único camino para resolver conflictos. La muerte de Benjamín no es un suceso aislado; es la manifestación de un sistema que ha fallado.
Es imperativo que este dolor se transforme en una acción constructiva y sostenida. La justicia, aunque necesaria, no es suficiente. El Estado debe comprometerse a brindar una seguridad efectiva y constante, y la comunidad debe trabajar para reconstruir la confianza, fomentar el diálogo y crear alternativas de futuro para los jóvenes. La memoria de Benjamín Mamaní debe ser el motor que impulse un cambio verdadero para que no haya más nombres que lamentar y el Barrio Solidaridad pueda, por fin, encontrar lapaz que tanto anhela.


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